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El arrebato de las ménades

Son muchos los aspectos del culto a Dioniso que resultan difíciles de explicar. Los especialistas continúan debatiendo temas como su origen, o el de la procedencia de las diferentes versiones sobre su nacimiento, o, el no menos difícil, de su imbricación en el orfismo. Uno de los escollos importantes que han de salvar estos estudiosos, es el encaje de este culto, desmesurado, excesivo, con el carácter de aquella Grecia que fue cuna del pensamiento occidental, y en esto, el papel de las bacantes es principal.

Apartadas de los lugares habitados, en montañas o bosques, recitan versos, tocan música y bailan rítmicamente agitando las cabezas, beben vino, comen carne cruda y practican sexo, buscando alcanzar la “manía”, la locura divina, el éxtasis dionisíaco.

Y cuando en los estudios tratan de explicar su significado, se añade un factor de distorsión que es tan evidente que puede pasar desapercibido, las bacantes son mujeres. Esto, por increíble que parezca, añade una importante distorsión en los análisis. Afirmaciones como “todo el mundo sabe lo excitables que son las mujeres”, están en alguno de los trabajos más reconocidos de la Europa de mediados del siglo XX. Son generalizadas expresiones más o menos disimuladas, más o menos explícitas, pero de igual contenido, que hacen referencia a que las ménades, como mujeres, «tienen una imaginación fácil de atemorizar«, o que «pueden realizar un ritual sin platearse su significado«. Es esta “debilidad psicológica” de las mujeres la que permite que un culto asiático entre en el mundo clásico, y de paso proporciona todas las explicaciones que no se han sabido hallar.

Otra forma más elaborada de este enfoque, se esconde tras la “naturalización” de las mujeres, y su consecuente deshumanización, que supone que las bacantes son el remanente de un sustrato cultural atávico. Tras esto, está la idea de que estas mujeres se quedaron en un estado de desarrollo cultural anterior al que alcanzaron el resto de sus conciudadanos. “Un estado mental mórbido se mantuvo con el temperamento griego como un efecto posterior de la profunda excitación báquica que una vez había azotado a Grecia como una epidemia y todavía estallaba de nuevo periódicamente en las celebraciones nocturnas de Dioniso” nos dice Erwin Rohde, amigo y compañero de Nietzsche, y reconocido especialista en el tema. Por supuesto es más que probable la existencia de restos de prácticas más antiguas, al igual que lo es la transformación profunda que sufren al contacto con una civilización que se encuentra en un momento de creatividad y excelencia intelectual evidente.

En la bacanal se han encontrado correspondencias con las ceremonias agrícolas de fecundidad. Sin embargo, ya hay otros ritos íntimamente relacionados con Dioniso y los ciclos naturales. Los misterios de Eleusis pude muy bien vincularse a un rito estacional de invierno, la muerte de la naturaleza, recreada y llorada, y su resurrección. También había un afamado festival de primavera en honor de Dioniso en Atenas, la Anthesteria, cuyo significado es “la fiesta de las flores”, y tenía lugar a comienzos de marzo. Pero se desarrolla como festividad anual en la que toma parte la comunidad, y no tenían carácter de orgía ceremonial.

En cualquier caso, lo que no deja duda es que el comportamiento de las ménades es muy peculiar. Se alejan de las poblaciones, y si nos guiamos por Eurípides, pueden cazar a un animal para comérselo, pero no son del tipo de bestias que se usan en los sacrificios. Y, sobre todo, hay un hecho que no se debe soslayar, que es clave, el objetivo era intentar alcanzar el éxtasis ritual, y era llevado a cabo por un grupo de mujeres. A pesar de que el papel de las mujeres hoy ha avanzado con respecto a la Grecia clásica o arcaica, parece que hoy costara más admitir este hecho. En aquel pasado, que la sibila “apartara” su propia conciencia para dejar sitio a Apolo, y así pudiera expresarse a través de ella, era comúnmente aceptado. También lo era que una bacante realizara un complejo rito que aunaba una vertiente física con otra de inspiración, a base de comida, bebida, sexo, baile, música, y una predisposición especial para revivir el mito, hasta ser tomada por una explosión de energía.

Contaron con la reprobación de muchos de sus contemporáneos, pero no con el menosprecio. La comprensión del dionisismo, debiera tener como requisito admitir con admiración que aquellas mujeres, sin ser sacerdotisas, habían hecho acopio del conocimiento y las prácticas necesarias para alcanzar arrebatos místicos.

Ménades. Museo-Pio-Clementino. Museos Vaticanos.
Ménades. Museo-Pio-Clementino. Museos Vaticanos.

Esperando a las ménades.

Como cada día, Orfeo corona la cima del monte Pangeo. Sube a adorar al Sol, digno avatar celeste de Apolo. Él y el Sol, solos. Y el mundo que les rodea convertido en trasfondo de cielo, de valles y de mar.

Espera a las Ménades, que desmembrarán su cuerpo, le desharán hasta dejar solo el eco de un oráculo. Las servidoras de Dioniso le ayudarán en el último trance. Él siempre le proporcionó la fuerza cuando la necesitó, y así será hasta el final.

Quedamente entona un canto, mientras en el mar vuelve a ver el Argo abriendo estelas en las aguas que surcó con Jasón, Heracles, y el resto de compañeros de aquel viaje iniciático. El comienzo ha de ser un viaje. El cambio de paisaje, el acercamiento a lo distinto, plantear nuevas dificultades, vislumbrar la meta solo a medida que nos acercamos.

Él mismo instituyó los misterios en diversos lugares de aquellas tierras, para que todos, hombre y mujeres, tuvieran su propia iniciación. Su experiencia de los espacios sagrados, internos o exteriorizados, y la visión de otra luz, que dejará grabados en su cuerpo y sus recuerdos nuevos significados.

Igualmente, va dejando que las imágenes de los ritos se desvanezcan, memoria de la alegría de cuerpos jóvenes que solo requieren de un pequeño impulso para lazarse a la búsqueda del conocimiento, porque todo es misterio para los que sienten el pálpito de que hay mucho más que lo mostrado, aún más, que aquello que vemos cubre con velos la más atractiva incógnita.

Hace ya mucho tiempo, él dio forma a la incógnita -así como también la revistió de algunas respuestas-, en la representación del dios Fanes, la fuerza primigenia. El andrógino alado, rodeado por una serpiente que sube en espiral hasta su cabeza, sostiene en una mano el báculo, y con la otra se apoya en el tirso, dentro de una orla con los doce signos zodiacales. Casi al instante se aleja el recuerdo de su relieve en los templos, donde los hombres tomaron enseñanzas claras y simples: apartaos de la violencia, de lo sanguinario, mantened el alma limpia para que se haga fuerte, y tras la muerte os pueda llevar a una nueva vida.

Todo es un pasado liviano que se deja arrastrar por la brisa de la cumbre. Queda apenas la calidez de unas presencias invisibles, las de Dioniso y Eurídice. A él le agradece que le haya guiado de forma permanente, como lúcida consciencia de la energía vital, en lo cotidiano, en la celebración y en la recomposición tras desastre. Pero, sobre todo, por la promesa de que esa fuerza se abriría paso más allá de esta existencia.

Y ella, Eurídice. Qué queda de las palabras al rescatar la experiencia del amor. Qué quedó cuando ella transmutó en sombra esquiva, sino dar el paso cardinal y descender al mismo infierno, donde poderosos dioses olvidaron por un instante reglas sempiternas bajo la inspiradora conmoción del canto del amante, permitiendo así que su imagen volviera a concentrar toda su potencia. Qué quedó al desprenderse de la adorada visión de su perfil, para que su alma pudiera emprender el ascenso. Qué queda, si donde ella se encuentra solo hay lugar para lo fundamental, más allá de la idea, más allá del sentimiento, al mismo tiempo enraizada y lejana, íntima y altiva, en esa tensión que todo transforma renovando la unidad perdida.

Desde entonces Orfeo encumbra el Pangeo, y vuelve su mirada a Apolo. Dioses, inframundo, él miso, todo queda oculto por la luz creciente.

A lo lejos se insinúan ya voces de bacantes, se aproximan en el rumor de un ditirambo recitado. Sobre el ritmo de panderos se acopla el silbido de los orificios del aulos, sonido de respirar de ninfa, tan preciado para el dios solar que entregó su caduceo a Hermes a cambio de la siringa de Pan.

Toma su lira y pasa las yemas de los dedos por sus cuerdas, emitiendo un armónico integral. Él añadió hasta nueve cuerdas al instrumento para otorgarle esta capacidad. Vuelve a pulsar las cuerdas con algo más de presión y sus vibraciones se propagan por las cumbres.

La música, el canto, el canal por donde su ser profundo halló expresión, el vínculo abierto para que esa otra realidad inyectara inspiración y poesía en este mundo. Cada profecía, cada enseñanza y comprensión, las hazañas heroicas y las iniciaciones místicas, no fueron sino algo de la verdad poética del espíritu derramada sobre esta tierra.

Pero silencio. ¡Silencio! –grita el heraldo. No ha de divulgarse lo indescriptible, ni atar con palabras lo indecible. El estupor frente a los dioses impide la voz. ¡Ya llegan las ménades!


(Imagen superior: El baile de las ménades, Museo del Prado, Madrid).